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En el largo, lento y cansino camino
hacia el libre ejercicio de la emancipación nacional
de los catalanes, desde los años de la transición,
se han puesto casi todas las esperanzas en la dimensión
jurídico-política de la cuestión.
Se ha considerado que lo previo y lo fundamental era
solucionar el encaje formal que habría de permitir
que Catalunya se autorrealizara nacionalmente en el
marco de una España que llegara a ser un Estado
plurinacional y de una Europa que sería la de
los pueblos. La reacción histérica, plagada
de mentiras, a la moderada propuesta del Parlament de
Catalunya y la solución final que se apunta han
demostrado que las puertas de aquella emancipación
siguen cerradas y que va a imponerse un más de
lo mismo, nuevamente insatisfactorio para las aspiraciones
de los más audaces.
España se sigue pensando
a ella misma como un cuerpo unitario, bien expresado
en la imagen de aquel lector que me aseguraba que sentiría
la emancipación de Catalunya como si le amputaran
un brazo. Pero para muchos catalanes Catalunya no es
un brazo sino un cuerpo entero, y estaría encantada
con llegar a una estrecha asociación cooperativa
con el resto de los pueblos de España. Es curioso,
para seguir con la imagen, que a estas alturas España
prefiera estar compuesta por extremidades sumisas que
no por la unión de voluntades libres y solidarias,
modelo que la haría mucho más capaz para
desafiar retos futuros. Pero esto es lo que hay. De
manera que nadie se llame a engaño: tal como
van a quedar las cosas, la cuestión catalana
va a seguir tan abierta como antes.
En cualquier caso, lo peor que
podría ocurrirnos a los catalanes es quedar aturdidos
ante tal nuevo fracaso y que, mientras algunos oportunistas,
dando por liquidadas las esperanzas, renunciaran a tener
voluntad propia, la mayoría se instalara en la
lamentación estéril. Justo lo contrario,
creo que este nuevo intento frustrado de Estatut debe
dar paso a una reflexión autocrítica y
a nuevos planteamientos que permitan que nuestro país
siga respirando y que den futuro a una sociedad que
difícilmente se va a resignar a dejar de pensarse
como una voluntad propia, libre, es decir, como nación.
Y la primera lección se
puede aprender desde ahora mismo. Efectivamente, creo
que ha quedado claro que, definitivamente, la locomotora
de nuestra emancipación no va a estar nunca en
la transformación jurídico-política
del Estado español. Primero, porque la historia
se ha ocupado de demostrar, una y otra vez, que no es
Catalunya quien, en busca de un mejor acomodo con los
demás, podrá cambiar el resto de España.
Yen segundo lugar, porque el supuesto que la emancipación
nacional de Catalunya depende de profundos cambios políticos
en España lleva consigo una contradicción
de fondo. Por mucho tacto que se tenga, nunca vamos
a hacer cómplices a los demás de la ruptura
de un tipo de ataduras y una reconstrucción sentimental
que no desean ni necesitan. Puesto muy claro: si algún
día Catalunya llega a tener los atributos de
una nación, no será fruto de ninguna concesión
graciosa ni del reconocimiento previo de unos derechos
abstractos por parte de España, sino el resultado
de una realidad nacional propia contumaz y abrumadora.
No se trata de hacer de la necesidad
virtud, sino de reconocer que pocas veces los cambios
jurídico-políticos preceden a la propia
realidad social. Y Catalunya, hoy por hoy, sólo
es una nación como deseo -creo que de una mayoría-
aún por cumplir. Quizás algún día
tenga una traducción jurídico-política,
sí, pero será más bien como expresión
de su culminación, no de un comienzo. A partir
de ahora, lo que hay que ver es cómo se consigue
una mayor realidad nacional con independencia del fluir
de la política. En realidad, nada nuevo bajo
el sol, porque es así como Catalunya ha existido
hasta ahora y es así, sin Estado, y aun con el
Estado en contra, como ha conseguido que sobreviva su
voluntad de ser nación.
En primer lugar, pues, habrá
que aprender a fer país sin contar con el Estado
y poco con las administraciones regionales y locales.
Y eso tampoco es nada malo: a efectos prácticos,
menos Estado ya es una manera de conseguir más
independencia. Justo lo contrario de un Estatut que,
si algún problema tenía, era el de su
minuciosidad a la hora de querer moldear la sociedad
catalana, como si toda ella fuera un objeto de tutela
pública. Menos Estado, menos Administración
pública, y más iniciativa privada, más
sociedad civil: ése debe ser nuestro modelo para
los próximos años.
No estaría mal que, aprovechando
esta nueva apuesta estratégica de la sociedad
catalana, situándose relativamente al margen
de los poderes públicos, se homenajeara a los
hombres y mujeres que en tiempos peores mostraron la
fuerza de este camino. Por otra parte, la recuperación
de la idea de que el país se construye realmente
más allá de lo poco que la política
da de sí también obligaría a cambios
importantes en el talante dominante actual, tan acomodado
a la protección de una Administración
que, por paternalista, ahoga las iniciativas audaces
que tradicionalmente forjaron el carácter de
la sociedad catalana.
Visto en perspectiva, quizás
España, con su reacción miserable a la
nueva propuesta de encaje, nos haya hecho un verdadero
favor, obligándonos a buscar la emancipación
nacional por el camino que nunca deberíamos haber
dejado. Quizás un día ellos lo lamenten.
Pero para los catalanes, a partir de ahora, la divisa
deberá ser: menos política, más
Catalunya.
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