|
Instalados en el día siguiente de los
atentados de Nueva York y Washington, hemos entrado
en el 2002 como si fuera un año apéndice del anterior,
a manera de prolongación de la Operación Libertad Duradera
con la que el Gobierno norteamericano maquilló una guerra
sucia, de momento contra los talibanes; pero a tiro
quedan otros potenciales núcleos de terrorismo internacional
como Somalia, Yemen y, claro está, Irak. Evidentemente,
Nueva York no se merecía aquella agresión, ni los ejecutados
por el fuego y los derrumbamientos habían hecho nada
para merecer un final tan atroz y retransmitido en directo.
Aquellos pañuelos agitados en las ventanas de los rascacielos
decían adiós a toda esperanza y los defenestrados que
preferían estrellarse contra el asfalto a morir quemados
eran mensajes vivientes de que la vida es una excepción
que ni confirma ni deja de confirmar regla alguna, como
ya sospechaba Carmen Martín Gaite y lo puso por escrito.
Pocas horas después
de asumir las descomunales agresiones terroristas se
instaló un pesado silencio casi generalizado con respecto
a las posibles respuestas, como si cualquiera estuviera
legitimada ante el colosalismo de la agresión. Y el
silencio sólo se rompió para prevenir al género humano
de la presumible conjura del antinorteamericanismo dispuesto
a pasar por encima de los cadáveres humeantes de Manhattan
con tal de volver a difundir su ponzoñosa inquina contra
el Imperio del Bien, es decir, otra vez la Ciudad del
Diablo contra la Ciudad de Dios. Los departamentos de
las embajadas USA dedicados a difundir la verdad mensual
necesaria no han sido ajenos a la instalación en Europa
de un neomaccartysmo implícito, a veces clamorosamente
explícito que, señalando la pira terrible neoyorquina
con una mano, con la otra acusaba a los reticentes contra
la respuesta militar y denunciaba: '¿Hasta cuándo, Catilina,
abusarás de nuestra paciencia?'.
Sitiado y desarmado
el presumido frente crítico, la operación de inculcación
de lo políticamente correcto se completaba con el persistente
elogio de la calma demostrada por la Administración
Bush, por el propio Bush, que en lugar de dar una respuesta
inmediata y terrible, dejó pasar unas cuantas semanas
para realizar lo que antes se llamaba el análisis concreto
de la situación concreta y finalmente decidir que el
ángel exterminador se llamaba Bin Laden y que orquestaba
en aquel momento el centro de difusión de terrorismo
islámico de Afganistán. Escoger a los talibanes y a
Bin Laden como punchings inmediatos provocaba lecturas
tan diversas de la situación como la que aportaba un
colectivo de malvados y un mitificable líder telegénico.
Dentro del mercado de certezas e intuiciones del llamable
Norte fértil, nadie estaba dispuesto a molestarse porque
machacaran a los talibanes, fundamentalistas insufribles
que con dos euros de islamismo habían metido a medio
Afganistán en la cárcel y a todas las afganas en ambulantes
garitas de castidad. También en el Norte fértil se han
instalado fundamentalismos muy precarios desde la gran
crisis energética de los años setenta, pero han sido
ética y mediáticamente muy argumentados, incluso algún
talibán de la economía neoliberal recibió el Premio
Nobel y, eso sí, ningún talibán neoliberal, ni siquiera
los del Opus Dei, ha propuesto encerrar a las mujeres
en vestidos blindados, pero alguno ya se mostró morbosamente
partidario de que los marxistas supervivientes se pusieran
de rodillas y pidieran perdón.
La guerra de Afganistán
es una operación de limpieza policial implacable y,
así como los talibanes han sido machacados a cañonazos
y misilazos, tanto en los frentes de batalla como en
las cárceles, la población civil ha sido, es todavía
hoy, bombardeada porque no acierta a marcar suficiente
distancia con los talibanes supervivientes. Mientras
la guerra sucia rotura las montañas, desertiza un poco
más los desiertos, capa a talibanes prisioneros y consiente
las lapidaciones de adúlteras pero con piedras más pequeñas,
se ha tramado una solución política superestructural
utilizando caudillos, algunos tan ensangrentados y fundamentalistas
como los talibanes, y basta ver de cerca el rostro de
la llamable sociedad civil para comprender su hartura
de tantas irracionalidades opuestas por el vértice.
Mientras tanto, se ha agudizado el conflicto palestino-israelí
hasta límites sharonianos, interesado el Ángel Exterminador
en que Estados Unidos no pueda imponer una paz en Oriente
Medio que compense la guerra de Afganistán. Ni los extremistas
palestinos ni Ariel Sharon estaban dispuestos a asumir
un consensuador patriotismo constitucionalista, según
denominaría la doctrina aznarita. Al menos, en Oriente
Medio es inviable.
Preocupado por caer
en la tentación antiamericanista, retengo la corriente
crítica contra la guerra incubada en los propios Estados
Unidos. Ediciones RBA publicó en diciembre del 2001
un ensayo de Noam Chomsky, 11/09/2001, título que he
parafraseado para obtener el que encabeza este artículo,
en una clara demostración de intertextualidad positiva.
Indiscutido como lingüista, norteamericano de nacimiento
(nada menos que de Virginia) y ciudadanía, radical crítico
del imperialismo, venga de donde venga, Chomsky es un
valor de uso importante para la derecha global porque
casi nunca le leen, pero lo exhiben como una prueba
de que la democracia asume a sus autocríticos. La democracia
en abstracto es posible, pero los principales periódicos
o cadenas radiofónicas y televisivas del sistema huyen
de Chomsky como si fuera tan excelente lingüista como
excéntrico ciudadano, y no le regalan ni el espacio
de 15 líneas o de un minuto de voz e imagen para que
transmita sus críticas a mayores audiencias. En el libro
citado se recogen diferentes entrevistas sostenidas
por el autor, esta vez en torno a la cuestión de los
atentados del 11 de septiembre, desde un americanismo
muy diferente al que difunde el Departamento de Estado
y el yupismo informativo dependiente de lo informativa
y políticamente correcto. El americanismo de Chomsky
es políticamente incorrecto y exige un radical respeto
por los valores democráticos para empezar en los medios
de comunicación y para continuar en la legitimación
de respuestas bélicas contra el terrorismo internacional,
sin ofrecer ninguna alternativa económica y política.
Chomsky recuerda que Estados Unidos ha sido considerado
repetidamente como un Estado terrorista y condenado
por ello en 1986 en el Tribunal Internacional, y que
cuando las acciones terroristas perpetradas en el propio
país han sido realizadas por norteamericanos desafectos
al régimen, a nadie se le ha ocurrido bombardear Idaho
o Montana, de donde eran oriundos. Tampoco la Administración
norteamericana se ha mostrado ni se muestra sensible
a la entrega de terroristas civiles, militares o paramilitares
que le hicieron el juego en los más variados frentes
geopolíticos y actualmente viven asilados en USA. Totalmente
opuesto al nihilismo apocalíptico, convocado por el
terrorismo fundamentalista, Chomsky en cambio propone
que no se ignore todo cuanto el sistema haya podido
hacer para provocar una respuesta más antiimperialista
que antinorteamericana.
Ampliamente publicado
en España por Crítica, también divulgado por la revista
Voces y Cultura, la última obra de Chomsky, 11/09/2001,
debería ser un libro imprescindible contra el prejuicio
del antiamericanismo y no se entiende la beatería seguidista
con la que la mayor parte de medios españoles de información
la han silenciado, desde la obediencia ciega a los señores
de la guerra afgana y predispuestos a secundar las que
vengan hasta que se instale la libertad duradera anunciada
por los profetas. Examinemos, por ejemplo, el entusiasmo,
la incondicionalidad, con que Aznar o Piqué respaldan
la intervención norteamericana en Afganistán, sin la
menor resistencia crítica a las barbaridades de todo
tipo directa o indirectamente cometidas. Extraño caso
el de Aznar, tan sensible a los chorretes guerreros
del GAL y que ahora en cambio no ve ni una mancha en
la cacería de terroristas a cañonazos norteamericanos,
incluso cuando ya son carne de presidio.
Desde este largo día
siguiente al 11-9-2001, no sólo el tiempo parece detenido
sobre la aldea global, instalado el silencio de los
masters y los corderos. También paralizado aquel atletismo
moral con el que los profetas emergieron de entre los
cascotes del Muro de Berlín proponiendo por fin el happy
end en la dialéctica entre el azar y la necesidad.
|